Plaza de Cayzedo: De próceres y plazas tórridas

Plaza de Cayzedo: De próceres y plazas tórridas

Vista a la Plaza de Cayzedo, en el centro de Cali.
Por: Alejandro Saavedra López

“Quería el Hombre manifestar su presencia ínfima en una extensión de verdores que era, de Océano a Océano, como una imagen de la eternidad.”

Alejo Carpentier

A Cali no la fundé yo. Se fundó dos veces, o eso dicen; la última de ellas en la Iglesia de la Merced. Desde que tengo memoria estoy arraigada aquí, en el cemento burdo que comprende estas cuatro cuadras, parcas hasta el hastío y plagadas de estos rostros roñosos que con recelo prometieron expandir esta ciudad frívola, vacua y malencarada. A mí nunca me ha gustado Cali, siempre me mira de soslayo, con desdén, y nunca sé si debería mirarle de vuelta.

Me sembraron aquí, antes que al prócer de bronce, otro militar pedante, celebrado por su muerte, apañada entre cañones. Su apellido es rótulo imborrable aunque nos reconozcan por mí y no por sus hazañas. Si bien es suyo el seudónimo, la silueta de la Plaza es mía. Se traza sobre mi tronco huraño, ajado; y se dibuja entre mis palmas amarronadas. En ocasiones pienso que mi nombre es otro porque el colono se nombra antes de conocerse y quiso estampar el imperio sobre pavimento ajeno.

De ahí que también me encerraran en hierro alemán – extranjero porque no podría ser de otra parte – el mismo día que inauguraron el busto cobrizo que converge entre estos ocho caminos. Pero mi reclusión es también la de ellos, aquí comulgan sus muestras fallidas de ciudad.

Me sostengo, sembrada, de cara a la calle 11 y no veo más que rezagos de la violencia con la que esculpieron estos edificios y se pensaron arquitectos de una sociedad pérfida. La extensión de su fracaso decide erguirse sobre Cali, y me delega con desamparo a todos sus desplazados. Dentro mío vaga la gente sin pellejo porque con sevicia se les arrebata el ropaje y se les reduce a vagabundos, lustradores, comerciantes laxos y prostitutas.

Aquí se mece el oficio más longevo del mundo, llamado así porque igual de añeja es la perversión masculina, que con insolencia alquila sus cuerpos, y encuentra subterfugio mezquino para no violentarlos. Construyen casas con cadáveres y se rotulan soldados porque es congénito a ellos el salvajismo de aniquilarse. Sólo un hombre pudo pensar en erigir concreto sobre sangre, y no dejarnos nada más que la amalgama aciaga de las dos.

Hoy, que con arbitrariedad se me impone a ‘Joaquín’, y se desdibuja mi nombre por otro – acaso más español –, entiendo que se hizo de mí un reflejo diáfano de la desfachatez con la que se trazan las fronteras de la urbe. La sangre azul se mudó a otra tierra, cercana, por conveniencia, pero escindida, para salvaguardar su distinción. Ahora habitan Granada, El Peñón y Juanambú, mientras transitan con incuria el centro de talle europeo y sangre mestiza. En mí permanecen las víctimas de su modernismo hosco, horchato y terco.

Cien años después, las rejas son vallas y el busto se antoja blanquecino, labor noble de las palomas. El tronco que da a la calle 11 es otro, ya no es el mío, pues lo determinaron cuarteado, amenazante, y lo extirparon de raíz. Ahora son 84 los tallos que se alzan de cara al cielo.

Abren a las seis de la mañana y cierran a las siete, puntuales, no vaya a ser que un ciudadano se logre colar. La segregación cuenta con nombre y horario. Son 22 los chalecos que otorgaron para hospedar a los despellejados y confiarles la gentileza del trabajo. Los demás, de otra ciudad y otra plaza, respiran la calle 12 desde hace 20 años. 

Aún se impone el prócer, con la bandera en sus manos. El otro, que señalaba a la urbe y se hacía fundador, se hizo mustio en la memoria y fue derribado. Su altar es imagen marchita, y el despilfarro de sangre se percibe, incluso en su ausencia. Acaso a Joaquín lo derrumbarán también, cuando así lo quiera, de nuevo, la insistencia marginal.

Lo cierto es que la leyenda de Cayzedo, donde con vagueza permanece, se bambolea todavía, errática. “Él nos representa. Él fue el libertador, cuando a la plaza traían esclavos protestó, y por eso murió aquí mismo”, cuenta, impertérrito, Jesús, lustrabotas de la plaza desde hace casi 40 años. El ‘libertador’ murió en Pasto, fusilado. Su designio con la corona fue más bien servil, pues, aunque exigía independencia, clamaba por la preservación del virreinato. En su Hacienda se reunía el cogollo aristócrata. Se turnaban para desbarrancar la humanidad y distribuirse en redes esclavistas. 

De Jesús no es la culpa, pues la mendacidad indulgente de la liberación caleña se esparce entre las pieles heridas por el arrinconamiento de sus vidas, haberes y decires. En algo ha de creerse cuando la historia es arrogante y menoscaba a sus propios actores. A ellos los esparcieron antes de jalonar mis raíces. Los vi prístinos, desnudos, en un arrastre con aire de caminata. 

La negligencia cubre a mi San Pedro como un vaho, mientras se reparten pobrezas en calles. Hoy, que escasea el oficio y el transeúnte observa con desidia, se entiende que aquí los problemas se relegan, fumigados con extrañeza, mientras se reduce cruda la mirada al epicentro torvo de la plaza y no a sus ramas, que no albergan sus palmeras, pero sí sus almas.

En otrora conviví con 17 personas, de manos marrotadas y sueños profundos. Hoy, sin bancas, los caminos son de paso y los alcaldes visitan en tardes escuetas. Seguirán creyendo que el resarcimiento habita únicamente en la limpieza, la pintura y el pavimentado. Yo me cubriré el rostro desde la distancia, con mis palmas, sabiéndome testigo de sus necedades.

Leave a Comment

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *